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TRANSIBERIANO

EL VIAJE & FOTOS
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CRUZANDO EUROPA
CAMINO DE SIBERIA
BAIKAL
A TRAVES DE LA ESTEPA
DESTINO PEKIN
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Las 20:02, por fin, el tren con destino Moscú entra discretamente bajo la marquesina de la estación de Colonia, para muchos un medio de transporte que une relaciones personales y profesionales, para mí todo un símbolo entre la Europa occidental y la Rusia más europea. Es mi particular antesala al Transiberiano. En cola está la composición del “Jan Kiepura” con destino Varsovia. Siempre he sentido fascinación por los nombres de los trenes, capaces de llevarme con la imaginación tan lejos como escritos estaban sus destinos, transformando sus anónimas cifras y letras, en números y nombres, haciendo que en cada uno de ellos viaje una historia que los recuerde. Me subo a los coches de cabeza con destino Moscú… Rusia ya queda más cerca que nunca. El nombre del tren en el costado del coche cama indica bien mi destino, “Ost-West-Express”. De nuevo, todos mis anhelos de aventuras apuntan directamente hacia el este.

El interior verde pastel no me resulta muy acogedor, aunque la temperatura interior es agradable, y quedo impregnado del aroma de los tejidos propios de un coche cama. En mi compartimento conozco a Theodor, hombre maduro ruso que trabaja en Alemania y regresa a Rusia aprovechando unos días de vacaciones. Con él entro en contacto con la cultura y costumbres rusas. Todos van en zapatillas de andar por casa, se sienten como en su hogar, y el té nunca falta gracias al suministro permanente de agua caliente que proporciona el samovar. La comunicación no resulta fácil, ambos hablamos varios idiomas, mala suerte... no coincidimos en ninguno y mi ruso es demasiado básico como para entablar una conversación, y sin embargo esto es lo que hace fascinante los largos viajes en tren.

Con la oscuridad cruzamos Hannover, Berlín, Frankfurt der Oder… En mitad de la noche suenan unos golpes secos y constantes en la puerta del compartimento, es la policía aduanera para el control de pasaportes entre Alemania y Polonia. Desde la entrada en la Unión Europea de Polonia, se ha dejado de sellar el pasaporte a los residentes de la Europa comunitaria, lo que por un lado facilita la transición de viajeros, por otro le quita ese aire de aventura que siempre tiene un sello extranjero en algo tan personal como un pasaporte. Poco antes del amanecer en Poznan, sube un viajero a nuestro compartimento, conociéndole a la mañana siguiente como Leonid, hombre de mediana edad, judío bielorruso que viaja a través de toda Rusia y los países del Este de Europa como comercial de una empresa de suministros eléctricos.

Estamos casi a mediados de noviembre y ya han caído las primeras nieves en las cercanías de Varsovia. El tren hace parada en su estación principal, Warszawa Centralna, pero mi paso es transitorio, en menos de una hora prosigo ruta con destino Bielorrusia. Desde la escasa perspectiva que ofrece la ventanilla, noto que toda la ciudad está en proceso de cambio, y las numerosas grúas construyen ahora modernos edificios de cristal y hormigón. Mientras, el tren recorre durante toda la tarde la extensa llanura rural del este de Polonia hasta llegar a Terespol. Es en este punto donde tiene lugar el cruce con el homólogo destino Bruselas. La frontera física entre Polonia y Bielorrusia se produce a través del puente que cruza el río Bug, más conocido por ser el punto de partida de la invasión alemana en el verano del 41 contra las fuerzas del Ejército Rojo, y que marcó el futuro de todo el inmenso territorio en el que estoy a punto de entrar. Advierto rostros de preocupación y resignación entre algunos viajeros ante la cercanía del puesto fronterizo, y todos permanecemos quietos en nuestros respectivos compartimentos. El control de pasaporte y visado por parte de la policía aduanera bielorrusa se realiza sin ningún contratiempo, al contrario de todos los comentarios que había escuchado. Quedo sorprendido porque también me ha sellado el visado ruso, cuando quiero darme cuenta el aduanero ya se ha ido, decido quitarle importancia al asunto.

Llegada a Brest, ciudad íntimamente ligada a la historia contemporánea de nuestro tiempo. Aquí es donde tengo mi primer contacto con las babuchkas, las abuelas y madres de familia que buscan el difícil sustento económico entre los viajeros. A la llegada de nuestro tren se instalan en el andén con todo tipo de productos, un rastro improvisado en el tiempo que dura la parada. Algunas suben al tren ofreciéndonos carne, especialmente pollo, pero también frutas, verduras, huevos y productos lácteos. Tengo la visión de un paisaje humano austero y sobrio, que se entrelaza con la melancolía de un cielo encapotado que anuncia nieve y frío, una sutil combinación de la herencia del antiguo bloque comunista que todavía se percibe en Bielorrusia. Es ahora donde quedan patentes las diferencias sociales y económicas de la frontera de la nueva Unión Europea.

En Brest se realiza el cambio de bogies de ancho europeo por los de ancho ruso, común a toda la red de la antigua Unión Soviética. Las maniobras no dejan indiferente a nadie. Un viajero ruso me señala con aire de desaprobación el origen de la grúa del taller… "Made in Germany"; las heridas de la Gran Guerra Patriótica todavía no han cicatrizado del todo. Con el inicio de la noche, reemprendemos de nuevo la marcha hacia Minsk, con un frío cada vez más intenso que se deja notar al contacto con la ventanilla. En el transcurso de la noche, me desvelo varias veces pendiente del control de pasaportes en la frontera con Rusia, seguro que no estamos lejos de Orsha y Smolensk, aunque no tengo la sensación de que el tren disminuya su velocidad, escuchando su ritmo constante y monótono hasta quedarme definitivamente dormido. Finalmente no efectúa ninguna parada y el control aduanero no existe. Ahora entiendo el sellado del visado ruso en el puesto fronterizo de Brest.

Al día siguiente, la escasa luz diurna que deja pasar el amanecer por las cortinas me despierta en esta fría mañana de noviembre. Afuera, todo lo que veo por mi ventana es un paisaje típicamente invernal ruso, que desfila entre bosques nevados y casitas de madera que parecen haberse escapado de mis sueños nocturnos. Pronto el ambiente natural deja paso a un paisaje más urbano para acabar en las inmediaciones de la gran urbe moscovita. A medida que el tren aminora su marcha y con ello anuncia el final del viaje, empiezo a sentir un cosquilleo que se inicia en mi estómago, una ligera presión sobre mi pecho que sube lentamente hacia mi cabeza, rodeándome por mi espina dorsal pasando por mi nuca... Así es, permanezco en un estado temporal de gran tensión emocional, vibraciones invisibles que recorren cada músculo de mi cuerpo sin apenas pestañear. Este es también mi anuncio personal de la llegada a un nuevo lugar, simbiosis perfecta de lo desconocido, de lo emocionante... Al llegar a la estación de Belorruskaya me despido de Theodore y Leonid, y tras abandonar la seguridad del tren, ahora sí tengo la sensación de verme en otro mundo totalmente diferente. He llegado a Moscú.

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